Debajo del poema —laborioso mecánico—, apretaba las tuercas a un epíteto. Luego engrasó un adverbio, dejó la rima a punto, afinó el ritmo y pintó de amarillo el artefacto. Al fin lo puso en marcha, y funcionaba. —No lo toques ya más, se dijo. Pero no pudo remediarlo: volvió a empezar, rompió los octosílabos, los juntó todos, cambió por sinestesias las metáforas, aceleró… mas nada sucedía. Soltó un tropo, dejó todas las piezas en una lata malva, y se marchó, cansado de su nombre. Ángel González