12. Del Triunfo de la Hermética

¿Cuánto tiempo hemos tardado el pequeño duende y yo en apartar de nuestro camino la piedra? ¿Cuánto? Tengo la espalda hecha ciscos.

Titus B. está tirado en el suelo

Panza arriba. No se mueve. Y como con los pulmoncillos que tiene apenas si hace falta que le entre un hilo de aire, cualquiera que lo viera se pensaría que está muerto.

El Libro descansa aún, abierto de hoja en hoja, a los pies del castaño mágico al que dejó encomendada su custodia. Pero él no da en sí… de modo que a lo mejor puedo, ahora que no me ve porque tiene los ojos cerrados y si los abriera no sabría ni lo que está viendo, acercarme hasta el árbol del Libro. Y mirar sus letras. Y unirlas. Y robarle con la mente un montoncito de palabras…

Me acerco al fin. El Libro no me va a saltar encima.

Me acerco.

Tiene unas letras muy grandes. A ver para qué escribe Titus B. en un libro con esas letras tan grandes, con lo chico que es él y lo pronto que se le van a gastar si sigue así las páginas… Pero, ¡chist! mira lo que dice:

«La piedra filosofal –con la que pueden convertirse en oro los metales ordinarios– brinda, al que la posee, una larga vida, libre de toda enfermedad, y pone en sus manos más oro y más plata de la que puedan poseer los príncipes más poderosos. Pero este tesoro tiene, sobre todos los demás bienes de la vida, la peculiar ventaja de que aquel que lo posee es completamente feliz; solo con mirarlo es ya feliz y nunca siente el temor de perderlo».

Triunfo de la Hermética

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