14. De Denis Zachaire y el maestro de alquimia

              Tenemos que encontrar un maestro, mujercita.

De reojo desde su pequeñez diminuta. De reojo me mira el duende y aguarda, aguarda paciente la reacción que cree está por transmutar mi rostro... ¿pero qué reacción? ¿qué maestro?

-  Un maestro. Que bien escrito que lo dejó aquí hace cinco siglos el viejo Denis Zachaire, y bien que se hizo él con la Piedra filosofal.

Busco un rincón en donde cobijarme. Tengo frío.

-  Creía que mi maestro eras tú...

Se ajusta las lentes sobre la naricilla rechoncha, tiene pensado seguir leyéndome, pero esta vez de cara, cerciorándose de que lo atiendo. Es muy desconfiado, Titus B., y se piensa siempre que no lo escucho.

Me acurruco a los pies de un almendro que vive a mi espalda. Los tiene huecos, los pies. Quepo yo entera. Podría hasta hacerlo mi casa.

Espero un poco más y el duende vuelve a empezar:

«Pero, ante todo, quiero que se sepa –por si aún no lo han advertido– que esta filosofía divina no está a merced de los hombres, y mucho menos puede aprenderse en los libros, a no ser que Dios, por obra de su Espíritu Santo, nos la imprima en el corazón o nos la enseñe por boca de un hombre...».

Así que un maestro. Si no hay maestro que nos guíe no pintamos nada andando este camino. No nos va a llevar a parte ninguna.

Pero dónde damos con él, Titus B., si en Brocelianda solo estamos tú y yo…

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