El flautista de Hamelin

 I

El poblado de Hamelin está en Brunswick

Cerca de la famosa ciudad de Hanover

El río Weser, ancho y profundo

Moja sus paredes en el lado sur;

Un hermoso cuadro nunca visto;

Pero, cuando empezó mi canción,

Hace casi quinientos años,

¡Qué lástima!, ver sufrir a la gente

Por culpa de esos bichos.


II

¡Ratas!

Se peleaban con los perros y mataban a los gatos,

Y mordían a los bebes en sus cunas,

Comían los quesos de los moldes,

Y chupaban la sopa directamente de los cucharones de los cocineros,

Partían los barriles de sardinas saladas,

Anidaban en los sombreros domingueros de los hombres,

Y arruinaban las charlas de las mujeres

Ahogando sus voces

Con gritos y chillidos

En cincuenta diferentes sostenidos y bemoles.


III

Al fin el pueblo en bloque

Se congregó en la municipalidad:

“¡Que quede claro!”, gritaron, “¡nuestro intendente es un inútil;

Y nuestro consejo un escándalo!

¡Pensar que nosotros compramos ropas elegantes

Para imbéciles que no pueden determinar

Lo mejor para librarnos de esta plaga!

¿Ustedes creen que porque son gordos y viejos,

Van a encontrar sus funciones más fáciles?

¡Arriba señores! ¡Den a sus cerebros una sacudida

Y encuentren el remedio que nos está faltando,

O tengan por seguro que los mandaremos a empacar!”

Con esto el intendente y el consejo

Quedaron bajo una terrible consternación.


IV

Una hora se reunieron en consulta

Y al final el intendente rompió el silencio:

“Por una moneda he de vender mi traje;

¡Cómo desearía estar lejos de aquí!

Es fácil ordenarle a uno que se sacuda el cerebro—

Estoy seguro que mi pobre cabeza volverá a dolerme,

Ya la he estrujado, y todo en vano.

¡Ah, que daría por una trampa, trampa, trampa!”

Justo cuando decía esto, ¿qué pudo pasar?

Un suave golpe en la puerta de la cámara.

“¡Por Dios!”, gritó el intendente, “¿qué sucede?”

(Sentado entre los miembros del consejo,

Se lo veía pequeño, aunque terriblemente gordo;

Sin brillo en sus ojos, no más húmedos

Que una ostra demasiado larga y abierta,

Salvo cuando su panza sufría turbulencias

Frente a un plato de tortuga verde y gelatinosa)

“¿Son solo unos pies que se arrastran en la alfombra?

¡Cualquier cosa que suene como una rata

Hace que mi corazón lata violentamente!”


V

“¡Entre!”— Gritó el intendente, incorporándose:

¡Y así entró la figura más extraña!

Su saco largo, tan raro, que iba de los pies a la cabeza

Era mitad amarillo y mitad rojo,

Y él mismo era alto y flaco,

Con ojos azules, penetrantes, cada uno como un botón,

Su pelo claro y suelto, su piel oscura,

sin patilla en las mejillas, y sin barba en el mentón,

Y labios donde las sonrisas iban y venían;

Sobre sus amigos y parientes, nadie pudo conjeturar:

Ni nadie pudo tampoco admirar lo suficiente

Al hombre alto y su antigua vestimenta.

Uno dijo: “¡Es como si mi tatarabuelo,

Marchando al compás de las trompetas del Día del Juicio Final,

Hubiera hecho este camino desde su colorida tumba!”


VI

Él se aproximó a la mesa del Consejo:

Y, “Con permiso Su Señoría”, dijo, ” yo estoy capacitado,

A través de un hechizo secreto, para atraer

A todas las criaturas que viven bajo el sol,

Que se arrastran, o nadan, o vuelan, o corren,

Atraerlas detrás mío, en una forma que nunca se ha visto.

Y yo principalmente uso mi hechizo

En criaturas que dañan a la gente,

En el topo, el sapo, el tritón y en la víbora;

Y todo el mundo me conoce por el flautista”.

(Y en este punto ellos notaron alrededor de su cuello

Una bufanda a rayas rojas y amarillas,

Que armonizaba con su saco hecho del mismo paño,

Y en una punta de la bufanda colgaba una flauta;

Y notaron también, sus dedos, que se movían sin pausa

Como impacientes por tocar

En la flauta, que colgaba a baja altura

Sobre su vestidura anticuada)

“Y aunque”, dijo, parezco un pobre flautista,

El pasado junio, liberé al Reino de Tartaria,

De un enorme enjambre de jejenes;

Alivié en Asia al Nizam

De una monstruosa camada de murciélagos:

Y en cuanto a lo que atormenta sus mentes,

¿Si logro eliminar las ratas de la ciudad,

Me darán ustedes mil monedas?”

“¿Mil? ¡Cincuenta mil!”–fue la exclamación

Que dieron asombrados, el Intendente y su Consejo.


VII

El flautista se paró en la calle,

Sonriendo primero con una pequeña sonrisa,

Como sabiendo la magia que duerme

en su modesta flauta;

Y entonces como un músico experto,

Frunció sus labios para soplar la flauta,

Y sus agudos ojos verdeazules parpadearon,

Como una llama de vela rociada con sal;

Y antes de que la flauta diera tres notas,

Se escuchó como si un ejército murmurase;

Y el murmullo se fue haciendo un estruendo;

Y el estruendo se convirtió en un fuerte retumbo;

Y hacia afuera de las casas las ratas se revolcaban.

Ratas grandes, ratas pequeñas, ratas flacas, ratas fornidas,

Ratas marrones, ratas negras, ratas grises, ratas tostadas,

Serias viejas aplicadas, alegres jóvenes juguetonas,

Padres, madres, tíos, primos,

Con sus colas paradas y sus bigotes erizados.

Familias por decenas y docenas,

Hermanos, hermanas, maridos, esposas–

Siguieron al flautista con gran entusiasmo.

Calle tras calle él sopló avanzando,

Y paso a paso ellas lo siguieron bailando.

Hasta que llegaron al río Weser,

¡Donde todas se zambulleron y murieron!

—Salvo una quién, valiente como Julio Cesar,

Cruzo a nado y sobrevivió para llevar

(Como el conquistador Romano con su manuscrito)

A ‘Ratalandia’, su hogar, el siguiente comentario:

Que decía así, “A la primera nota de la flauta

Escuché un sonido como de tripas que se agitan,

Como de manzanas, maravillosamente maduras

Cayendo dentro de un lagar de cidra,

Y de un abrir de frascos de pickles,

Y de entornar de tapas de conservas,

Y de un descorchar de frascos de aceite,

Y de un romper las cubiertas de los barriles de manteca,

Y de parecer, en fin, como si una voz

(Más dulce que la voz del arpa)

Dijera, ¡Oh ratas, disfruten!

¡El mundo se ha convertido en una gran cocina!

¡Entonces coman, masquen, tomen sus viandas,

Desayuno, almuerzo, cena, refrigerio!

Formando todo un compacto jugo azucarado,

Y justo cuando estaba por alcanzar

Ese compacto barril de delicias,

Que brillando como el sol

Parecía decirme: ‘¡Vení, perforame!’

—Me vi arrastrada por el río Weser”.


VIII

Deberías haber escuchado a la gente de Hamelin

Tocar la campana hasta magullar el campanario.

“Vayan”, gritó el intendente, “¡Y tomen palos largos,

Remuevan los nidos y tapen los agujeros!

Consulten carpinteros y albañiles,

Que no quede ni rastro en nuestro pueblo

de las ratas!”— Cuando, de repente, el flautista

Apareciendo en el mercado con su carita pícara

Dijo: “¡Primero, si no se ofenden, las mil monedas!”


IX

¡Mil monedas! El intendente se puso verde;

Y lo mismo hicieron los del Consejo.

Las cenas administrativas hacían estragos

Con los vinos Claret, Mosella, Borgoña y del Rhin,

Y con solo la mitad de ese dinero

Repondrían los barriles de su bodega.

¡Pensar en pagarle esa suma a un vago

Que viste un saco de gitano rojo y amarillo!

“Además”, dijo el intendente, con un guiño cómplice,

“Nuestro negocio terminó en el borde del río;

Hemos visto el hundimiento de los bichos,

Y lo que está muerto, creo, no puede volver a la vida.

De todas formas nosotros no somos gente de retroceder,

Ante la obligación de darte algo de beber,

Y un poco de dinero para que pongas en tu bolsillo;

Pero de las monedas que hablamos,

De ellas, como bien sabés, fue un chiste.

Además, las pérdidas que sufrimos nos han vuelto ahorrativos.

¡Mil monedas!, por favor, Vení, ¡llevate cincuenta!”


X

El flautista ofendido gritó

“¡Esto es una estafa! ¡y no tengo tiempo para esperar!

He prometido visitar a la hora de la cena

Bagdad, y he aceptado la invitación

Del cocinero principal, hombre rico, que me agradece

El haber exterminado unos escorpiones,

Que invadieron la cocina del Califa.

Con él, no necesité regatear,

Y en cuanto a ustedes, ¡no crean que me daré por vencido!

La gente que hace que me enoje

Puede lograr que sople en otra dirección”.


XI

“¿Cómo?” gritó el intendente, “¿Pensás que voy a aguantar

Que me traten peor que a un Cocinero?

¿Insultado por un vago irrespetuoso

Que lleva una flauta inútil y un vestido colorinche?

¿Nos estás amenazando, muchacho? ¡Adelante,

Soplá tu flauta hasta que revientes!”


XII

Una vez más el flautista se paró en la calle

Y nuevamente sobre sus labios

Puso su flauta larga, su caño suave y recto;

Y antes de soplar tres notas (tan dulces y

Suaves notas; nunca el genio de un músico

Dio melodía tan embelesada)

Hubo un susurro que se pareció a un bullicio

De alegre muchedumbre empujando, saltando, cantando,

Pequeños pies golpeando, zapatos de madera martillando,

Pequeñas manos aplaudiendo y pequeñas lenguas parloteando,

Y como gallinas en el campo cuando se desparrama la cebada,

Salieron los niños corriendo,

Todos los chicos y las chicas,

Con sus mejillas rosadas y sus rulos rubios,

Sus ojos brillantes y sus dientes como perlas,

Saltando ligero, con gritos y risas,

Corrieron alegres detrás de la maravillosa música.


XIII

El Intendente estaba duro, y el Consejo mudo

Como si se hubieran convertido en bloques de madera,

Incapaces de moverse o de gritarles

A los chicos que alegremente saltaban,

—Solo podían seguir con los ojos

Esa feliz muchedumbre que seguía al flautista.

El Intendente estaba sorprendido

Y los miembros del Consejo solo atinaban a golpearse el pecho,

Mientras el flautista se desviaba de la calle principal,

Hacia donde el río Weser agita sus aguas

¡Justo frente al camino que seguían sus hijos!

Sin embargo, el flautista cambiando de rumbo,

Dirigió sus pasos hacia el monte Koppelberg,

Y detrás de él los pequeños saltando;

Al ver esto los padres se sintieron aliviados.

“¡Él nunca podrá cruzar la gran montaña!

¡Se verá forzado a apagar su música,

Y podremos ver a nuestros niños detenerse!”

Pero cuando ellos alcanzaron la ladera,

Un maravilloso y extenso portal se abrió,

Como si una caverna repentinamente se hubiera cavado,

Y el flautista avanzó, seguido por los pequeños,

Y cuando ya todos estuvieron adentro,

La puerta de la montaña se cerró de golpe.

¿Dije todos? ¡No! Uno que era rengo, quedó atrás,

Al no poder bailar como los otros todo el largo del camino;

Y después de unos años, si alguien le reprochaba

Por su tristeza, él solía decir,—

“¡Desde que mis compañeros se fueron, es el pueblo el que está triste!

Y además no puedo olvidar que quedé privado

De las placenteras vistas que ellos ven,

Esas que el flautista me prometió a mí también,

Porque yo los guío, dijo el flautista, a una alegre tierra,

Muy cerca, aquí nomás,

Donde el agua fluye y crecen frutales,

Las flores alegran con sus colores

Y todo es extraño y nuevo:

Aquí los gorriones son más brillantes que los pavos reales

Y los perros más veloces que los venados,

Las abejas han perdido sus aguijones,

Y los caballos nacen con alas de águilas:

Y justo cuando me aseguraba

Que mi renguera se curaría pronto

La música se detuvo, y yo también,

Y entonces quedé solo, contra mi voluntad,

Para seguir ahora rengueando como antes,

¡Sin escuchar nada más de aquel hermoso país!”


XIV

¡Pobre, pobre Hamelin!

¡Les vino a la cabeza a muchos vecinos

Aquel texto que dice que es más fácil,

Que un camello pase por el ojo de una cerradura

A que un rico pase por la entrada del cielo!

El Intendente mandó, Este, Oeste, Norte y Sur,

Bajo palabra, una oferta al flautista,

En todas partes grupos de hombres lo buscaron,

Para ofrecerle oro y plata,

Si solamente regresaba por donde se fue,

Trayendo a todos los chicos detrás de él.

Pero cuando se dieron cuenta que era en vano,

Que el flautista y los niños se habían ido para siempre,

Lanzaron un decreto por el cual,

Todos los abogados debían fechar los documentos

Con la siguiente fórmula:

“A tantos meses y días de lo que sucedió aquí

Desde el veintidós de julio,

De mil trescientos setenta y seis”.

Y también, para recordar la ruta donde

los niños fueron vistos por última vez,

la llamaron “La Calle del Flautista”.

Nadie podrá en este lugar tocar flauta o tambor,

Bajo pena de perder su trabajo.

No sufrirían tampoco que tabernas o posadas

Sobresalten con algarabía una calle tan solemne,

Y frente al lugar de la caverna,

Escribieron la historia en una columna,

Y en la gran ventana de la iglesia pintaron

Lo mismo, para dar a conocer al mundo,

Como sus hijos fueron robados.

Y todo sigue allí, hasta hoy día.

Y tampoco debo omitir,

Que en Transilvania hay una tribu,

De gente muy especial, que tanto asombra a sus vecinos,

Y asegura que sus extravagantes maneras y vestidos,

Son herencia de sus padres y madres que se han elevado,

Desde una prisión subterránea

En la cual fueron encerrados,

Por una potente música, hace muchos años.

Venían de Hamelin de la tierra de Brunswick,

Sin saber el cómo ni el porqué del traslado.


XV

Entonces, Carlitos, tengamos, vos y yo,

Cuentas claras con todos los hombres— ¡especialmente flautistas!

Y, cuando un flautista nos libere de ratas y ratones

Si nosotros le prometimos algo, ¡cumplamos nuestra promesa!


Robert Browning

Comentarios

Entradas populares... ♡

La voz a ti debida 💫

Estoy perdido 💫