Mi infancia son recuerdos de un patio de Sevilla…
Mi infancia son recuerdos de un patio
de Sevilla,
y un huerto claro donde madura el
limonero;
mi juventud, veinte años en tierras
de Castilla;
mi historia, algunos casos que
recordar no quiero.
Ni un seductor Mañara, ni un Bradomín
he sido
—ya conocéis mi torpe aliño
indumentario—,
más recibí la flecha que me asignó
Cupido,
y amé cuanto ellas puedan tener de
hospitalario.
Hay en mis venas gotas de sangre
jacobina,
pero mi verso brota de manantial
sereno;
y, más que un hombre al uso que sabe
su doctrina,
soy, en el buen sentido de la
palabra, bueno.
Adoro la hermosura, y en la moderna
estética
corté las viejas rosas del huerto de
Ronsard;
mas no amo los afeites de la actual
cosmética,
ni soy un ave de esas del nuevo
gay-trinar.
Desdeño las romanzas de los tenores
huecos
y el coro de los grillos que cantan a
la luna.
A distinguir me paro las voces de los
ecos,
y escucho solamente, entre las voces,
una.
¿Soy clásico o romántico? No sé.
Dejar quisiera
mi verso, como deja el capitán su
espada:
famosa por la mano viril que la blandiera,
no por el docto oficio del forjador
preciada.
Converso con el hombre que siempre va
conmigo
—quien habla solo espera hablar a
Dios un día—;
mi soliloquio es plática con ese buen
amigo
que me enseñó el secreto de la
filantropía.
Y al cabo, nada os debo; debéisme
cuanto he escrito.
A mi trabajo acudo, con mi dinero
pago
el traje que me cubre y la mansión
que habito,
el pan que me alimenta y el lecho en
donde yago.
Y cuando llegue el día del último
viaje,
y esté al partir la nave que nunca ha
de tornar,
me encontraréis a bordo ligero de
equipaje,
casi desnudo, como los hijos de la
mar.
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