35. Los signos
- Nimue no tiene marcas, Titus B.
Pobrecita, me ha dejado a mi antojo buscar y rebuscar por su piel los misteriosos signos que en ella ha dicho ver el duende. Pero no los encuentro.
Titus B. está callado y enfadado y asustado y no sé cuántas cosas más. De modo que ni habla ni hablará. Y la luna, entre tanto, se apaga y la "tapadera de la marmita" se va tiñendo de a poco de un azul extraño, cuasi artificial. Pronto se hará de día y tendremos que volver a ocultarnos de la luz. Llegará de nuevo la noche y no habré logrado arrancar al duende de debajo del árbol que lo atrinchera.
- Tienes que esperar, Titus B. Esperar el amanecer sin cerrar los ojos... ¡Tienes que ver los diamantes!
Entonces en el bosque se oye un suspiro, largo, profundo. Proviene de uno de esos rincones que todos tenemos en el pecho, uno de esos de muy muy adentro y que en los duendes tiene que ser chiquísimo.
- ¿Titus B.?
Nimue me empuja con su hociquillo húmedo. La tomo en brazos y observo más de cerca su piel suavecita...
- ¿Qué tienes aquí?
Están hechos de sangre, los signos. Un reguero de puntitos de sangre reseca que de tan tenues nadie hubiera podido apreciar a simple vista.
- Nimue...
Se retuerce entre mis brazos. Quiere que la suelte.
- Nimue...
La dejo en el suelo y echa a correr hasta las viejas raíces de la magnolia que ocultan al duende. Se agacha y se arrastra. Y desaparece entre el montón de madera y sombras.
Cerca del cielo, cientos de pajarillos comienzan ya a abrir los ojos despacio. Despacio. A abrir los picos. A llamar la atención del sol. A lo lejos algo sigue brillando en el camino, a lo lejos...
Sentada de nuevo en el lecho, aguardo a que el duende salga de entre las sombras, abra el Libro Grande por alguna página secreta, se coloque las lentes sobre la nariz regordina y mire hacia la senda. Y contemple sobre el horizonte maravillas que tú ni has soñado...
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